Tomarse de la mano
Como método de complicidad y supervivencia. Tomarse de la mano dice tanto en voz alta sin necesidad de expresar ni una palabra. Y puede vaciarte en un segundo cuando lo haces con la persona incorrecta
Al nacer, uno de nuestros primeros instintos es tomar el dedo de alguien, que para nuestro tamaño en ese momento es como tomarse de la mano. Hacemos esto incluso antes de que abramos los ojos y admiremos lo que tenemos enfrente. Al parecer nuestro cuerpo reconoce desde el primer instante que este acto nos llevará a la supervivencia aquí en la Tierra. Tomar a alguien de la mano hará que más fácil encontremos el ducto hacia la protección, salvación y cuidado.
La forma en que uno se toma de la mano con otro ser, dice tanto en voz alta sin necesidad de expresar ni una palabra. Solo basta en un transporte público observar las manos de los que nos rodean para descubrir qué está pasando, tanto en su corazón como en su mente y alma. Siendo las manos un medio de transporte para comunicar lo que se está viviendo por fuera y por dentro. Además de los ojos, que es la ventana de nuestra alma. Manos y ojos. Las partes del cuerpo más expresivas de nuestro cuerpo
Con los dedos, dibujamos constelaciones y mapas entre lunares, retiramos migajas de comisuras de labios para cuidar o deleitar al de enfrente, con las manos creamos obras de arte a través de pinceladas, teclados y plumas. Y también las usamos para comunicar viajes mentales o conceptos que nos apasionan.
Las manos…
Desde los primeros suspiros de mi vida las manos se volvieron parte importante en mi existencia. Y es que mi abuela se convirtió en mi confidente al tomar mis manos desde el momento en que nací. Y al dejarme tomar su dedo, fue como si desde ese momento hubiera prometido de forma silenciosa que iba a convertirse en una de mis anclas en esta vida. Su mano se convirtió en un faro constante de protección, especialmente cuando mi padres no estaban por temas laborales.
Mi abuela, emergía como esa promesa cumplida, como mi segunda madre. Esto no significa que mi mamá no me brindara la atención necesaria; de hecho, fui bendecida con dos almas extraordinariamente generosas. Mi mamá, la madrugadora incansable que despertaba a las 4 de la mañana, para proporcionarme alimento fresco y casero, como papillas perfumadas de pera, manzana y guayaba. Y si eso no era suficiente, sus dedos siempre tejían mi cabello húmedo. Porque siempre fui de las que se bañan en la mañana. Con muchas pincitas, liguitas y demasiada paciencia, para que a donde fuera, saliera como una muñequita bien arreglada (o eso deseaba ella). Y una vez preparada para salir al mundo, mi destino me llevaba a la puerta de mi abuela, donde mi segunda madre atendería cada una de mis necesidades. De inicio a fin.
Sin embargo, el destino tenía otros planes a los dos años de mi vida, cuando mi tío tuvo una brote de varicela, un demonio de piel escamosa que amenazaba con atacarme, hizo que ascendiera al nivel de niña lista para la guardería.
De este modo, mi rutina se transformó en una danza de tres actos: la casa de mis padres, la escuela y las manos acogedoras y cuidadoras de mi abuela en su hogar. Era allí donde sus manos mágicas preparaban manjares divinos que acariciaban mi paladar.
Y eso es algo que tienen las mujeres de mi familia. Todas tienen un gran sazón, aunque todas también tienen algo de cicatrizadas y rotas. ¿Será que van una con la otra? La cocina tal vez es ese lugar donde el vapor de la comida les limpia las lágrimas y les repone el corazón aunque sea por un momento. La comida tal vez llena los huecos que sienten vacíos en sus adentros. Claro que yo salí ganona, porque me ha tocado saborear grandes manjares gracias a ellas.
Sin embargo, otras cosas cambiaron cuando la guardería llegó a mi vida. Comencé a explorar nuevas calles y sensaciones al caminar de la escuela al hogar de mi abuela, que con el tiempo se convirtió en mi segundo hogar.
Era una nueva aventura, a mis dos cortos años. Mis pasitos, temerosos, pero sin dudar, me hacían tomar de la mano a mi abuela para sentirme más segura. Cumpliendo su promesa silenciosa de protegerme, de evitar que tropezara con la acera o la vida. Su amor y su mano, en mi alma anidaban.
Tomarnos de la mano se convirtió en un ritual, una costumbre y necesidad que nos unía. Sus dedos blancos y fríos rodeaban los míos con un firme compromiso, y yo sentía que, si alguna vez titubeaba, ella estaría allí para sostenerme antes de tocar el piso. Nuestras manos se volvieron como piezas de rompecabezas que encajaban perfectamente para salvarse de las caídas tanto terrenales como emocionales. Nos convertimos cómplices no solo en la acera de alguna banqueta, sino también en medio del caos y la tristeza que a veces nos encontraba desprevenidas.
Aunque ahora lo pienso y tal vez hubo muchas noches que mi abuela se sintió sola, y puede que hasta se haya quedado una que otra medianoche llorando. Sin nadie que le tomara la mano. Desearía poder retroceder el tiempo y estar allí, con mi mano tomando la suya. Haciéndole sentir que estaba a salvo. Que nuestros dedos siempre estarían entrelazados.
La mano de mi abuela me hizo tanto bien… dado que desde que tengo uso de razón, en mi casa no había un cimiento claro. Con mis papás, no había guerra pero tampoco había paz. Solo “había”. Había encuentros pero sin abrazos, besos o algún cariño más allá. Era una convivencia tibia. Y no hay nada que deteste más que lo que se queda en medio, que prefiere ser algo mediocre a ser o dejar de ser. Y esto derivó en que sintiera que por 11 años me convirtiera en el pegamento invisible que unía a mis padres.
Once años bajo el mismo techo: mi mamá, papá y yo. Durante esos años, incalculables veces emprendimos uno de mis viajes favoritos. El viaje hacia el centro comercial que estaba frente a los edificios blancos y altos, donde vivíamos. Bueno, yo los veía altos porque yo era pequeña y todo lo sentía enorme. Sentía enorme la tristeza de que mis papás no fueran mas que dos personas coexistiendo en el mismo espacio. Enorme el miedo de que mi papá no saliera en el retrato familiar porque mi mamá lo dejara fuera. Y a esa edad aún no tenía la capacidad o no quería tenerla de entender por qué. Tal vez el alcohol que desde entonces corría cada tanto por las venas de mi papá tenía algo que ver. O quizás porque no había el amor suficiente para mantenerse en un mismo espacio por mucho tiempo.
Sin embargo en esos viajes, sucedía algo muy especial. Nos tomábamos de la mano de la misma forma siempre: Mi mamá tomaba mi mano izquierda, mientras mi papá tomaba mi mano derecha. Quedando yo como el puente conductor de la familia que decíamos ser, al menos por 15 minutos, el tiempo que tardábamos en llegar de la puerta de nuestra casa hasta la entrada del centro comercial.
Durante esos quince minutos, ocurrían cosas que trascienden el simple acto de tomarnos de la mano, convirtiéndose en una experiencia emblemática. ¿Cómo un momento tan sencillo pudo volverse tan significativo? Creo que al final esos son los que se guardan en la memoria por más tiempo, con más cuidado y con más sentimiento. Una de las cosas que sucedían cuando nos tomábamos de las manos, era que mis padres comenzaban a columpiarme en los aires, alzando mis pequeños pies de la Tierra. Sentía que volaba y por un segundo experimentaba un paraíso efímero. Mi niñez, por unos segundos, transcurría en un caleidoscopio de risas y vuelos, mientras mis dos manos se sentían sostenidas. El sueño.
Contábamos “1, 2, 3” para elevarme al aire unos segundos. “1, 2, 3” yo era el pegamento de esas manos que nunca alcancé a ver que se tomaran entre ellas por amor o deseo. Y que solo encontraban camino a través de mí. Era como si sus manos y sus almas no encajaran en el rompecabezas del otro, pero que al haber perdido una de sus piezas en el pasado antes de conocerse, se forzaran en unirse, para poder seguir sobreviviendo. “1, 2, 3” por una vez más sentir el papel de salvadora a flor de piel, en esta obra de teatro mal montada. Convirtiéndome en el pegamento de este matrimonio. Me he preguntado tantas veces que he perdido la cuenta, si de no haber existido ¿cuánto habría durado su matrimonio? ¿Realmente duró once años? Once años tal vez en papel, ¿pero hubo amor genuino en algún momento, o el tiempo solo avanzó sin ningún verdadero afecto?
Tal vez mi falta de una referencia de pareja amorosa, me hizo buscarla en otros cuerpos y manos, aunque se sintieran venenosas. Tomando el veneno directamente de labios que solo harían desangrar más mis heridas, cayendo en cuerpos que me llevarían a lugares sin salida. ¿Acaso traté de entender la idea del amor de pareja con mis propias experiencias? Haciendo esto que me encontrara varada en lugares donde me hacían sentir deshabitada, como un desierto de paso, que solo cruzaban para ir hacia el gran destino prometido. Un desierto en el que quedaba desolada por las parejas que transicionaban mi vida y me dejaban más vacía de lo que me habían encontrado. Privándome de esa sensación de seguridad que se te da cuando alguien te toma de la mano y te hace sentir amado y contenido.
Keep reading with a 7-day free trial
Subscribe to Karina Lofer ⎮ Paraíso Caótico to keep reading this post and get 7 days of free access to the full post archives.